jueves, 16 de septiembre de 2010

Sobre el nacimiento de nuestra nación

Hay de mitos a mitos…, algunos se crean para deformar o maquillar la realidad –esos que pueden ser no del todo nocivos: sólo desinforman–. Hay otros que, además de desinformar, son letales y determinantes, no sólo para la historia, sino para la consciencia, el carácter y el destino de toda una nación.

Así como el Padre Hidalgo (también padre de muchos hijos) fue el iniciador de lo que luego se convertiría en el movimiento independentista, movimiento que fue continuado por una gran cantidad de hombres y mujeres (algunos verdaderos héroes), el consumador de dicho movimiento fue el general Agustín de Iturbide, ex militar realista, después convertido en insurgente. Fue él quien junto con el último virrey de la Nueva España, Juan O’Donojú y O’Ryan, firmó el Tratado de Córdoba, en agosto de 1821, que daba la independencia a México de España. También fue la cabeza del Ejército Trigarante que luchó y venció a los realistas y españoles y entró triunfal a la ciudad de México, el 27 de septiembre de 1821 (11 años, 11 días después de iniciadas las hostilidades por Hidalgo y compañía, aunque el propósito de éstos haya sido otro). Una vez consumada la guerra de Independencia, quedó a cargo del gobierno provisional de la nueva nación. En mayo de 1822, fue proclamado primer emperador de México, con el nombre de Agustín l.

Sin embargo, en diciembre de ese mismo año el tristemente célebre y antiguo allegado, Antonio López de Santa Anna, empezó a conspirar en su contra logrando que los insurgentes republicanos inconformes con el nuevo imperio conservador se levantaran en armas. Por si fuera poco, el gobierno de los Estados Unidos también conspiraba en su contra, mediante su representante (y después embajador) Joel Robert Poinsett junto con las logias masónicas del rito de York, que dependían de la Gran Logia de Filadelfia, las cuales eran pro doctrina Monroe (“América para los americanos”), además de liberales radicales, anticlericales o anticatólicas y antiespañolas. Con todo esto en su contra, Iturbide se vio obligado a abdicar a la Corona, en marzo de 1823, para evitar ­–según palabras de él– mayores problemas a la nación. Se exilió en Europa (en Italia). Durante esos días de exilio, fue declarado por el Congreso Nacional como traidor a la Patria y fuera de la ley.

En febrero de 1824, Iturbide envió una carta al Congreso Nacional en la cual exponía, a detalle, los graves riesgos que corría la independencia lograda por la recién creada nación. Les hacía ver las maquinaciones urdidas por la Santa Alianza (compuesta por Austria, Prusia, Rusia, Inglaterra y Francia) y por Fernando VII para reconquistar “la Joya de la Corona”: la Nueva España, a la vez que ponía incondicionalmente a disposición de las autoridades –el Congreso Nacional y el Poder Ejecutivo– su espada, es decir su persona con toda su experiencia y sapiencia en contra del posible invasor. El Congreso y el Ejecutivo no lo quisieron escuchar, pues, entre otras cosas, temían que los derrocara, que les quitase el poder, como éstos ya lo habían hecho en su contra. Sin embargo, aprovecharon para ratificarlo como traidor a la Patria, como enemigo del País.

En mayo de 1824, días antes de su embarco a México, se dieron órdenes para aprehenderlo y matarlo, en caso de regresar a suelo patrio; órdenes que el ex Emperador desconocía –pues nunca se las comunicaron– si no hasta que llegó a costas mexicanas.

El 11 de mayo, embarcó en Inglaterra rumbo a México en el bergantín Spring. El 14 de julio llegó a Soto la Marina, Tamaulipas. Nadie de sus antiguos allegados estuvo para recibirlo. Sin embargo, apenas desembarcó y montó su corcel fue reconocido por algunos militares, pues pocos tenían su agilidad, garbo y prestancia en el caballo. Fue conducido con el general Felipe de la Garza, encargado del pequeño puerto, quien lo aprehendió y envió a la Villa de Padilla (entonces capital del estado de Tamaulipas) para que allí el Congreso Local decidiera qué hacer con el insigne preso.

(Aquí cabe hacer una observación sobre este obscuro personaje, Felipe de la Garza. Dos años atrás, este militar había caído preso por parte del Ejército Imperialista. Tenía asegurada la pena de muerte, pues así era como se castigaba a los militares caídos en aquel entonces. Sin embargo, por razones que nadie entiende, el Emperador Agustín I, al verlo tan arrepentido, le perdonó la vida y le restauró los rangos que poseía como militar. Para desgracia de Iturbide, el tal de la Garza no supo corresponder a su benevolencia y, a sabiendas de lo que le esperaba, éste lo mandó a Padilla, al cadalso.)

El Congreso tamaulipeco decidió fusilarlo, sin darle oportunidad alguna de exponer las razones de su regreso a México. Es decir, lo sentenció a pena de muerte sin escucharlo, sin juzgarlo; sólo ejecutó las órdenes que el Congreso Nacional había dictado meses atrás. Agustín de Iturbide murió fusilado el 19 de julio de ese mismo año, a las 6:00 de tarde, en la plaza principal del pueblo, vistiendo un humilde sayal franciscano; no le permitieron vestir su uniforme militar. Horas después, su cuerpo fue trasladado al salón de Congreso estatal para velarlo. Al día siguiente, fue enterrado en un burdo ataúd de madera, en la iglesia local, dedicada a San Antonio de Padua, que se encontraba en pésimas condiciones, prácticamente en ruinas. Allí estuvo el cadáver olvidado hasta 1838, cuando el entonces presidente Anastasio Bustamante, fiel amigo y partidario del ex Emperador, hizo trasladar sus restos con todos los honores a la ciudad de México, a la Catedral Metropolitana, donde actualmente descansan.

El autor de nuestra independencia, quien es el verdadero Padre de la Patria, fue ultimado por los mismos mexicanos; no murió por el fuego español, murió cobardemente asesinado y humillado por los mismos que lo acompañaron en la lucha independentista, por los mismos que él acaudilló, liberó del yugo español y dio patria. Hoy sigue siendo un personaje desacreditado en la historia nacional. ¡Triste, negra y nefasta historia la nuestra!

Sin embargo, para su fortuna, momentos antes de ser cruelmente asesinado nuestro emancipador pudo expresar de viva voz, desde lo más profundo de su ser, las siguientes palabras: ¡Mexicanos!, en el acto mismo de mi muerte, os recomiendo el amor a la patria y observancia de nuestra santa religión: ella es quien os ha de conducir a la gloria. Muero por haber venido a ayudaros, y muero gustoso porque muero entre vosotros. Muero con honor, no como traidor. No quedará a mis hijos y su posteridad esta mancha. No soy traidor, no. Guardad subordinación y prestad obediencia a vuestros jefes: hacer lo que ellos os manden es cumplir con Dios. No digo esto lleno de vanidad, porque estoy muy distante de tenerla.

Ahora bien, supongamos que de todo lo que se le acusó a Iturbide hubiese sido cierto. ¿Merecía la muerte por ello? Como castigo pudo haber sido forzosamente exiliado, con una decorosa pensión, a cualquier país lejano para jamás volver, pero nunca la muerte y la humillación, como tristemente la tuvo. En la mayoría de las naciones, sus libertadores son los personajes más queridos y respetados, quienes reciben los más grandes honores, George Washington, por ejemplo, en los Estados Unidos. Y sería impensable que los mismos norteamericanos, ex allegados de él, lo hubiesen asesinado. Pero nuestro México es otra historia…

Como dato curioso, desde que Iturbide fue fusilado en la Villa de Padilla o la Antigua Padilla, esta población empezó a sufrir toda clase de calamidades: sequías, inundaciones, epidemias…, hasta que en el año de 1970 construyeron la presa Vicente Guerrero o de Las Adjuntas, que inundó toda la cabecera municipal hasta hacerla desaparecer por completo. (Vicente Guerrero fue primero allegado de Iturbide y después su enemigo.) Hoy en día, sólo es posible ver partes de la ruinosa iglesia y de la escuela cuando el nivel de las aguas es muy bajo. De hecho, hay o hubo un pequeño monumento en el lugar donde fue ejecutado nuestro héroe. La población fue trasladada a unos kilómetros del lugar llevando el nombre de Nuevo Padilla. Existe una vieja sentencia entre los lugareños: Cuando Iturbide murió, Padilla murió con él. Vaya que si tal sentencia es cierta. Y quizá hoy, a como están las cosas aquí, ésta bien podría aplicarse al resto del país.

En conclusión, una nación que asesina a quien la hizo patria, a quien la emancipó, no puede ser llamada nación. Una nación que asesina a su padre es una nación no bien nacida, una nación desnaturalizada y enferma, por tanto, tampoco puede tener buen destino; y bien se le puede llamar “Ingrata y Parricida”. Además, una nación que, después de 200 años, no aprovecha el momento histórico para corregir y ordenar su historia, para lavar sus culpas, para sacar del descrédito y del olvido a su verdadero Padre y Libertador y de darle el lugar que amerita, bien merece ser llamada doblemente “Ingrata y Parricida”. ¡Felices fiestas!...